Ya perdí la cuenta de los días que llevas muerta. Sé que fue hace poco. También sé que te pienso más que cuando vivías. Éramos primas, en un tiempo hasta vecinas, pero sabíamos lo elemental la una de la otra. Sin embargo, nos queríamos con el sentimiento estúpido que te obliga a querer a la familia.

Viniste cuando mi abuelita, la mía, no la tuya, -ya sabes que aquí los lazos de sangre están muy torcidos- daba su último respiro. ¿Te acuerdas? Traías a tu hijo, lo vi por primera vez y hablamos como si la vida nos fuera a durar para siempre.

Después de tu embarazo, se acumularon diez kilos más a tus curvas peligrosas. Intentaste todo para bajar de peso después de que una señora de dimensiones monumentales se mudó al otro barrio y se necesitaron quince hombres para mover su cuerpo. Tuvieron que mandarle fabricar una caja de tamaño especial con remaches industriales para darle santa sepultura. Yo te recomendé que, llegado el momento, te hicieran una liposucción post mortem y asunto arreglado. 

Hablamos mucho rato. Me gustaría recordar de qué, pero sólo te veo sentada ahí, amamantando a Emiliano. Si hubiera sabido que era la última vez que te vería, te hubiera abrazado muy fuerte y te hubiera suplicado que no fueras a Veracruz.

No sabía nada. Ni tú tampoco y te fuiste. Por las fotos del viaje parece que te divertiste mucho. Se te ve sonriendo en todos lados. Dicen que venías dormida cuando tu suegro frenó para evitar un bache. Perdió el control y el auto se volteó. Dio un giro y quedó a la orilla del camino parado sobre sus cuatro ruedas.

Cuando reaccionaron, sólo faltaban tú y Emiliano. Se bajaron y comenzaron a gritarte. Se escuchaba el llanto de un niño entre las hierbas. Malena, que venía atrás a tu lado, encontró a tu hijo muchos metros adelante. Unos señores, que se detuvieron a ayudar, se los llevaron inmediatamente a un hospital.

A ti te encontró Cruz,  tu marido, estabas abajo del carro, tenías la cabeza abierta y preguntaste dónde estaba tu hijo. Él no sabía, pero dijo que estaba bien, que no te preocuparas. El carro estaba aplastándote, intento sacarte pero no pudo. Iba a buscar algo para levantar el carro, pero lo tomaste de la mano y le dijiste que no se fuera.

Tu suegro trajo un gato y empezó a levantar el carro. No sabían que tenías medio cuerpo dentro de un pozo de lluvia, cuando quedaste libre del peso del carro, caíste en él irremediablemente. Cruz quiso jalarte, pero se desmayó justo en ese momento.

Cuando despertó, tu cuerpo empezaba a ser arrastrado por el agua. Tuvieron que entrar al pozo y amarrarte de los brazos para sacarte. Fue muy complicado, saliste sin ropa y sin vida.

Tardaron cuatro días en traerte. Dos de tus hermanas venían sentadas al lado de tu caja. Dicen que fue horrible y les creo. Me lo cuentan una y otra vez y sigo sin entender cómo te saliste de un coche de dos puertas al que no se le rompió ni un cristal ni se abrió de abajo. No me lo explico, Sara. Nomás no me lo explico.

Todos se salvaron, hasta Emiliano. A él sólo tuvieron que coserle un pedazo de oreja que se le abrió y curarle los rasguños. Ocho meses y ya le faltas. Le tocará conocer el mundo sin ti. ¡Caray!

Parece que me los estoy inventando, ¿no? Yo misma no lo creería si no fuera porque te vi metida en esa caja de tamaño especial que te compraron.  Sólo se te veía la cara, tenías mucho maquillaje para taparte las heridas y estabas muy hinchada. A lo mejor ni eras tú y todo lo que salió en los periódicos era mentira.

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