¡Estás enfermó, cabrón!, le dije cuanto vi el bulto que crecía entre sus piernas. Apenas vi a la ciega acercarse y ya sabía que mi amigo, literalmente, mandaría todo a la verga. Siempre que escucha un bastón de invidentes arrastrase por el suelo la testosterona le come la cabeza.

La verdad, sus fijaciones sexuales siempre me han resultado extrañas. ¿Cómo unos ojos secos pueden calentarlo tanto? No quería ni pensarlo. En cuanto a mi amigo se le bajó el libido y a mi se me subieron las copas, me largué deseando no recordar nada.

Fue inútil. Entre los restos del alcohol y mis propias perversiones, no dejaba de pensar en su erección. ¡Puta madre! Algo debían de tener esos pinches ciegos y tenía que probarlo.

Por fortuna, en mi edificio hay un tipo que no ve un carajo. Así que llegando a casa, tomé una botella de vino… un poquito de perfume, me desabroché un botón e inmediatamente me dije: ¡Pero qué pendeja! Sino ve nada… Mmm, da igual, la teta es la teta.

A los dos segundos, la puerta del vecino se abría. Su casa estaba casi en penumbras y sólo lo acompañaba un perro lazarillo que ni se molestó en mirarme.

Nos sentamos en un sillón, como pudo sirvió unos tragos y luego de intercambiar algunas trivialidades, me preguntó:

-¿Qué te trae por aquí?
-Quiero que me cojas, le contesté poniéndole una mano en la verga.

Iba a decir algo, pero mis labios ya lo estaban besando. Nos tiramos en el sillón y ya sin ropa sus manos encontraron mi piel y con su tacto de ciego me recorrió completa. Su lengua vino después y fue directamente a mis pezones. Sentí como su saliva me escurría mientras me penetraba. Se acercó a mi odio y me dijo: “Cierra los ojos, escucha a tu cuerpo y siente el mío, cierra los ojos…” Y eso hice.

Sólo una vez estuve con él, pero me bastó para entender que el placer es ciego.





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